II FORO: LO QUE LA EVALUACIÓN SILENCIA "Las Servidumbres Voluntarias"
MESA 9: El
futuro ya está aquí. Coordina Rosa María Calvet
Ofréceme tu
mano, pena mía, ven aquí
Laura
Suárez
Etiénne de
la Boétie y el enigma de las servidumbres
voluntarias
Sonia
Arribas
Criterios de
evaluación: identidad y estructura social
Miguel
Nieto
La revuelta
de la subjetividad
Graciela
Atencio
La gestión
como proceso de intimidación (sin texto)
Juan
Irigoyen
Insomnio
Anna
Aromí
Laura Suárez
González de Araújo. Licenciada
en Políticas. Doctoranda en Filosofía y Psicoanálisis por la Universidad
Complutense de Madrid
Ofréceme tu
mano, pena mía, ven aquí
mientras que la gran masa de los viles
mortales
del Placer bajo el látigo, ese verdugo
impávido,
cosecha sinsabores en la fiesta
servil,
Ofréceme tu mano, Pena mía, ven
aquí.
“Recogimiento”
El título de mi
intervención corresponde a un verso de Baudelaire tomado de su poema
“Recogimiento,” publicado en Las Flores del Mal. Hubo algo de contingente
y algo de necesario en su elección para esta Jornada. Lo contingente vino del
hecho de un casual reencuentro con el libro del poeta francés, en uno de esos
momentos en los que una decide quitarle un poco el polvo a su biblioteca
(situaciones que más allá del engorro de la limpieza, contienen la emoción
propia del que espera toparse con un viejo amigo al que se había perdido de
vista). Lo necesario supuso la tremenda justicia que esas palabras me
demostraron desde algo así como lo ineludible de su enunciación, una enunciación
que era la mía propia y que buscaba la manera de articularse.
Con el “ofréceme
tu mano, Pena mía, ven aquí”, podría parecer que lo que pretendo es un
ensalzamiento de la pena o del dolor (en el francés original Baudelaire escribe
Douleur). No es exactamente eso, sino más bien una suerte de
“dignificación del penar” singular frente a la exaltación contemporánea
del placer y del goce general de la que Lacan supo entrever sus engañifas
más camufladas. Más concretamente, esta dignificación apunta a instalarse en lo
concreto de lo que me pasa a mí, a un sujeto que siguiendo la tendencia general
de la evaluación, es asignado a una serie de “rúbricas etiquetantes” que lo
identifican como “joven” o “universitaria”. Es en este primer registro de la
asignación que me toca, en el que me gustaría centrar algunos de los comentarios
que he preparado para esta ocasión.
En el texto de
presentación de este foro, se subrayaba como uno de los mecanismos evaluadores
que atraviesan a los individuos, su permanente comparación con el grupo de
referencia. Permítanme nombrar al grupo de referencia como “grupo de
asignación”. Prefiero esta denominación porque muchas veces la comparación y el
etiquetado a los que nos vemos sometidos por la lógica de la evaluación, no
implica referencia alguna, es decir, no conlleva necesariamente una relación, en
el sentido profundo del término, sino más bien una asignación, una atribución de
una especie de “lote” de marcas que especifican al sujeto
desparticularizándolo. Además, la asignación contiene algo de la imposición, de
lo no decidido por el sujeto de la asignación, que precisamente se encuentra
prisionero en ella (un poco al modo de la Moira griega, del “lote” que te
tocaba como destino, sólo que en nuestro caso el “control de la vida” no viene
ejercido por el capricho de unas veleidades mitológicas, sino por el desvarío
ejecutado por el discurso evaluador). Respecto de la juventud, registro de la
asignación del que brevemente voy a tratar, existe también un discurso evaluador
que despliega sus lotes hasta imponer una exigencia de homogeneidad de sentido a
los sujetos allí “asignados”. Tal exigencia de sentido homogéneo corrobora y
refuerza el requerimiento contemporáneo del placer y la felicidad, pues
éstos se presentan como los atributos por excelencia del sujeto precintado como
joven. “Eres joven, tienes que salir y divertirte”. “Soy joven, tengo que
salir y divertirme”. “Eres joven, goza”.“Soy joven, tengo que gozar”.
Sabemos que la
lógica evaluadora contemporánea y el discurso del amo que la sostiene, ha dejado
atrás su rostro feroz y terrible para acuñar una nueva mascarada más refinada,
teñida de amabilidad y de sonrisa, y que tal torsión en los mecanismos de
dominación externos ha venido acompañada por una flexión paralela de su aliado
inconsciente, el superyó, volcado ahora en la imposición de goce. Pues bien,
toda esta lógica de dicha impostada y apretada por la tenaza superyoica, parece
extremarse para el sujeto “joven”, pues además de ofrecerse como connatural a su
condición de tal, viene acompañada de una doble particularidad (que si bien no
le es exclusiva, se presenta en él más acuciante): su decir y su exhibición. No
sólo la obligación pasa por el hecho de salir, de divertirse o de gozar, sino
que además reconoce la necesidad de decir el salir, decir el divertirse y decir
el placer, y de esta manera, exhibirlo, ostentarlo y gritarlo, como si a falta
de ello, pudiera escurrirse, perderse, o develarse como falso. Como si a falta
de ello, el sujeto corriera el riesgo de quedar arrojado al
abandono.
El acatamiento
del sujeto a semejantes prácticas de asignación traduce una de las estrategias
de lo que la evaluación silencia: su devenir auto-asignación. De la misma
manera en la que la represión exterior se torna auto-represión inconsciente, la
asignación externa evoluciona hasta la auto-asignación, y el control evaluador
relativo al cumplimiento de los mandatos de placer y disfrute que “te tocan”,
pasa a ser ejercido por el propio sujeto, hacia sí mismo y hacia “los de su
condición”. Y es que en este caso, el control implica a su vez comparación,
medida y ajuste con lo que hacen y dicen los otros, tus semejantes en el
lote, tus compañeros de exhibición. Ciertamente el exhibir implica ya la
presencia de alguien más allá de mi, de un alguien que además de poder
participar desde sí en la exhibición, pueda dar cuenta de la mía. Y viceversa.
Igual que la felicidad y el placer se postulan con un sentido unívoco y
unilateral, su decir y su exhibición deben presentar las mismas condiciones.
Puede resultar muy incómodo estar en una fiesta y ver que tus amigos están
disfrutando como enanos y que tú no “das la talla” con tu disfrute, y al revés,
puede resultar molesto salir de juerga y ver que algunos de tus amigos están
apalancados hablando en una esquina. O peor aún, es casi inaceptable que alguien
desestime una salida nocturna llena de promesas de exceso y diversión, por
quedarse en casa solo con sus carencias. Con ello me parece que cuando la
mímesis de asignación falla, o se desencaja, se produce algo de la
turbulencia, y con ella, muchas veces, de la falta. El sujeto joven,
auto-asignado a la lógica del exceso exhibido de satisfacción (de diversión, de
alcohol, de drogas, de sexo), exige al otro y a sí mismo (es una exigencia
circular) un “no estar en falta”, donde falta significa tanto infracción
como ausencia en el registro de asignación colectiva. La infracción viene dada a
su vez por otro tipo de falta, aquella que delata el abismo incolmable (e
incalmable) de cada uno y que a toda costa hay que recubrir, que anestesiar, por
uno mismo y por los otros, no se vaya a producir un contagio desencadenado de
jóvenes “abismados”. La ausencia significa sencillamente no estar, no participar
de la puesta en común del lote.
En fin, todo esto
quedaría sin importancia si no fuera porque la “falta” pesa, impone un
pesar muchas veces demasiado pesado para sostenerlo, y que hace que
prefiramos reincorporarnos a la asignación del placer, aunque sea a contrapelo.
La lógica de la asignación devenida auto-asignación debe pensarse entonces como
una de las formas de la servidumbre voluntaria, expresión muy poco
estimada por el sujeto del que estamos hablando y en el que yo misma quedo
designada: joven. Frente a ello, frente a la lógica exhibicionista del placer
adaptado, quisiera defender aquí la dignidad del recogimiento y de la pena
para el sujeto joven (algo de lo que sin duda los psicoanalistas saben un rato).
Y no hablo de recogimiento en el sentido del “estar a solas con el
plus-de-goce”, (que no deja de ser una manera autista de quedarse en la
autoasignación), sino en el sentido de un apartamiento temporal del lote
y de sus sinsabores, de un reencontrarse con lo particular del penar que reposa
bajo el artificio del goce, y que como tal, contiene todo lo fugitivo y lo
profundo de la singularidad de cada uno.
Sonia Arribas.
Investigadora ICREA. Prof. de la Universitat Pompeu
Fabra
Étienne de la
Boétie y el enigma de la servidumbre voluntaria
En el ensayo “De
la amistad”, Montaigne evoca tristemente la prematura muerte de Étienne de la
Boétie, y cómo su escrito “La servidumbre voluntaria”, un texto “jugoso y
grato”, cayó en sus manos antes de haber conocido al autor. Fue el inicio de una
amistad “entera y perfecta”, aunque breve. Su amigo, de carácter tranquilo y con
aversión para con cualquier tipo de conmoción, tenía una máxima grabada en su
corazón: ser buen ciudadano, obedecer y someterse religiosamente a las leyes
bajo las cuales había nacido.
Montaigne y La
Boétie compartieron un rasgo de carácter que seguramente selló su amistad: en
sus escritos condenaron con fiereza las costumbres de sus conciudadanos, y en la
vida pública mantuvieron un semblante de adhesión a esas costumbres que tan
duramente criticaban con la pluma. Algo evidente en La Boétie, quien sólo quiso
hacer circular el manuscrito de “La servidumbre voluntaria” entre allegados.
Montaigne, por su parte, escribió en sus Ensayos que el sabio se retira
de la multitud para juzgar las cosas con distancia, acatando en la vida pública
las modas aceptadas.
El texto de La
Boétie es conocido sobre todo por su estilo vibrante y por la oda a la libertad
y el rechazo a la autoridad que lo iluminan. ¿Cómo es posible –se pregunta- que
si los hombres son por naturaleza libres y esencialmente iguales, luego en
sociedad, convertidos en conciudadanos, no sólo permitan la tiranía, sino que
día a día promuevan su propia sujeción?
De la Boétie
escribe con perplejidad, a sabiendas de que esta pregunta es la más enigmática y
seria con la que deba uno confrontarse. Y responde que la servidumbre voluntaria
no es algo natural; resulta del efecto de la costumbre y los
hábitos.
Los análisis de
La Servidumbre Voluntaria podrían llevarse, salvando la distancia
histórica, uno por uno a nuestro tiempo. Aparte de diseccionar entre distintos
tipos de tiranos (los elegidos, los que usan la fuerza, y los que lo son por
herencia dinástica), de la Boétie cataloga los símbolos y ornamentos, así como
los usos del espectáculo y el entretenimiento, de los que se sirven los que
ejercen la dominación para someter a los de abajo. Con estas distracciones los
oprimidos se creen felizmente parte del mismo mundo que sus dominadores,
inconscientes de que así simplemente les es devuelto, vía espectáculo, una
ínfima parte de lo que les han quitado por otra
parte.
Pero lo que me ha
resultado más interesante del texto es lo que de la Boétie define como lo más
secreto. La dominación se ejerce gracias a un entramado muy complejo de
relaciones sociales. El tirano tiene un círculo de íntimos en su entorno que
están conectados a su vez con otros que se mueven en varios círculos e
instituciones más amplios, habiendo entre todos ellos relaciones de favor: lo
que hoy llamaríamos “networking”, contactos. De las altas esferas, hasta abajo.
De un modo
subterráneo, imperceptible para el que lo mira desde fuera, a modo de sectas,
complicidades entrecruzadas y corrupciones a pequeña escala, los lobbies
interactúan y se mueven en círculos de poder por el que cada uno de sus miembros
cede algo a cambio de recibir otra cosa. Uno se deja dominar y sufre, a cambio
de dominar a otros cuantos, en revancha. O acepta ser humillado cruelmente con
la esperanza de poder humillar a otros algún día. O se sacrifica de un modo vil
con la vista puesta en sacar beneficio de otros que también se sacrificarán. Es
así, en este juego de alianzas, influencias y estrategias, coloreadas todas por
el sometimiento y la dominación, por sujetos que se dividen hacia arriba y hacia
abajo, que se sostiene y reproduce la maquinaria social de las servidumbres
voluntarias. Unos obtendrán mayor beneficio que otros, unos estarán más
expuestos al castigo que otros, unos se enriquecerán más que otros, unos serán
más corruptos que otros, pero todos pasan por el tamiz de una servidumbre
voluntaria querida y aceptada.
La servidumbre
voluntaria se explica, pues, socialmente. A ojos de la Boétie -el gran defensor
de la libertad- la dominación y el poder se ejercen en multitud de círculos
sectarios de pequeñas influencias, obediencias y servilismos. Una crítica a esta
servidumbre voluntaria no puede más que desnaturalizarla, es decir, describirla
en detalle, apuntando a la implicación subjetiva y la docilidad del que forma
parte en ella por medio de la costumbre.
De la Boétie
desnaturalizó radicalmente la servidumbre voluntaria dejándose someter en
silencio y en la práctica a las leyes y costumbres del país donde habitó
(Francia), apoyando al rey como Montaigne, y viviendo por consiguiente -aunque
por poco tiempo, pues murió muy joven, a los 33 años- en una de estas redes de
poder y servilismo que con tanta crudeza describió. Fue su único escrito de
filosofía política.
Se imaginó a sí
mismo fuera de este sometimiento, realizando el ser esencial y la inteligencia
superior del ser humano, nostálgicamente añorando un pasado (la república
platónica y especialmente la antigua Roma) que sirviera como modelo con el que
medir el presente. Su sueño colectivo, su ideal, fue el de una humanidad que
conversara sin coerciones y se comunicase abiertamente sus pensamientos y
voluntades. Un mundo en el que los privilegiados ayudaran a los menos
afortunados como si fueran compañeros de una asociación libre, y en el que se
educara a los niños en libertad.
Miguel Nieto.
Licenciado en
Sociología
Criterios de
evaluación: Educación, identidades evaluadas.
Mí interés
personal para pensar y tratar de comprender la evaluación moderna parte, en
primer lugar, de mi experiencia como estudiante. Para mí ser evaluado siempre ha
conllevado tensión, temor, agobio, bloqueo, sentimiento de culpabilidad por no
haber estudiado suficiente, etcétera. Algo que es compartido por muchas
personas. Sin embargo, los resultados de la evaluación son consentidos cuando
tienen apariencia de un resultado satisfactorio y es por lo que llegamos a decir
que todo ese sacrificio ha merecido la pena.
La evaluación que
otra persona hace de uno te coloca en la
posición de compararte contigo mismo, que no es otra cosa que compararte con el
resultado de dicho procedimiento. Nos debemos preguntar si ese resultado nos
puede representar. La evaluación provoca una situación de continua especulación
con nuestra propia persona.
También nos
comparamos con los demás. La homogenización a través de una misma prueba en la
que ocupamos distintas posiciones en una escala de valor como resultado lo hace
posible. Sin embargo, realmente nos estamos comparando con nosotros mismos, el
“otro” es un “otro yo”, un “alter ego”, un espejo en el cual nos reflejamos.
Porque acaba con la pluralidad y nos hace a todos equivalentes, por tanto
intercambiables.
Mi experiencia
siempre me ha manifestado la arbitrariedad de todas esas evaluaciones. No
entender, por ejemplo, cómo es posible haber pasado por la educación primaria,
secundaria y universitaria con una sensación de haber aprendido bien poco, en
muchos casos nada, en cambio, haber sido acreditado con todos esos títulos que
supuestamente garantizan mi aprendizaje y dicen quién
soy.
También, como
manifestación de esta arbitrariedad, está la experiencia de compañeros que a lo
largo de su trayectoria educativa eran calificados como incompetentes, por tanto alejados, o en el mejor de los casos
prorrogados, de los privilegios a los que se accede a través de los certificados
y las titulaciones académicas. Paradójicamente,
la experiencia de muchos de ellos demuestra que no eran incapaces, llegando a
desempeñar todo tipo de profesiones. Esta situación pone claramente de
manifiesto que no podemos hablar de una conexión causal entre éxito académico y
capacitación profesional.
Desafortunadamente, también existe la experiencia de otros que se
creyeron e identificaron con aquella evaluación que les era impuesta desde fuera
y quedaban estigmatizados con una marca de la cual es muy difícil desprenderse a
lo largo de la vida y del desempeño de cualquier actividad con una sensación de
impotencia continua, de no alcanzar como
personas.
Trato de dar
cuenta de la arbitrariedad o más bien de la imposibilidad, de una valoración
objetiva e imparcial bajo unas prescripciones legales y una concepción ilustrada
de la educación. Bajo unos criterios de evaluación que no producen otra cosa que
identificaciones, como si de una rueda de reconocimiento se
tratará.
En mi propia
experiencia de investigación sobre la evaluación más que innovar, he procurado
plantear el eterno desencuentro entre la ley educativa en materia de evaluación
y la vivencia de los centros escolares.
Empiezo por lo
diferente que es percibido el hecho de la evaluación, dependiendo de tu papel
como estudiante o profesor. Mi propio cambio durante las prácticas como profesor
en un Instituto de Educación Secundaria y Bachillerato y, pasar de
ser evaluado a ser evaluador, me ha llevado a hacer la reflexión, de cómo es
posible que ante un mismo hecho existan interpretaciones tan distintas y
excluyentes. Según lo entiendo, esto solo puede significar que juzgamos
dependiendo de como nos vaya, o dicho más filosóficamente dependiendo de los
estados del alma. Es decir, que la evaluación será vista como algo positivo o
negativo en función de si me beneficia o me perjudica. Esto puede ser análogo a
la concepción que tenemos del gobierno y de la ley. Sin embargo, pensando de
esta manera, no damos cuenta de qué es en realidad la evaluación, el gobierno o
la ley.
Por todo esto, no
me he embarcado en la discusión por un lado entre fórmulas de evaluación
tradicionales/autoritarias, caracterizadas por métodos técnicos de medición, que
sirven para seleccionar y clasificar, como control y regulación; y por el otro
lado formulas más modernas que promueven modelos más democráticos y
participativos, que se representan con una intención formativa y orientadora de
la enseñanza y el aprendizaje. Esto es porque
entiendo que, se las adjetive como se las adjetive, siempre conllevan una
función categorizadora, discriminatoria y de administración del privilegio, algo
que nunca está en cuestión. Ambas posturas asumen el “deber ser” de la ley, el
ideal de ciudadano que la educación ha de conseguir de sus estudiantes. La
elección de los medios para la evaluación está determinada, por el fin o
resultado reflejado en la ley. Casi parece, que estuviéramos hablando de la
fabricación ciudadanos, del soberano moderno a manos de las instrucciones de la
ley.
Se produce la
paradoja entre si es el profesor el que evalúa o es la ley. Lo mismo ocurre en
el ámbito jurídico, en el cual los jueces dicen acatar y hacer cumplir la ley,
pero a su vez son ellos siempre los que la
interpretan.
Como decía
anteriormente, es imposible una evaluación o un juicio imparcial y objetivo
cuando se es juez y parte al mismo tiempo. Por ello se introducen los criterios
de evaluación y la ley, y son presentados como necesarios, como justificación de
una objetividad, como garantía de una justicia por adelantado, produciendo la
imposibilidad de distinguir entre medios y fines, entre evaluación y educación.
Diríamos entonces que la evaluación y la ley
educan.
La escuela es uno
de los primeros lugares donde aprendemos a obedecer, donde se aprenden las
reglas que tratan de garantizar la convivencia, donde se aprende a servir de
forma voluntaria, donde aprendemos a consentir.
¿Cómo es posible
que digamos voluntaria? Es difícil que la evaluación y sus elementos coercitivos
no se comprendan como una imposición externa, ante la fragilidad y la inocencia
de unos escolares, que son maleados desde muy temprana edad a imagen y semejanza
de unos valores educativos y sociales instaurados desde ley, sobre
los cuales tienen muy poco o nada, que decir o
hacer.
Se puede hablar
de voluntaria en cuanto que nace de un engaño que es creído por los beneficios
que aporta. La consideración tradicional de la evaluación como premio y como
castigo, es insoportable, y necesita ser transformada en la obtención de
méritos, sin los cuales la voluntad no consentiría. El autoengaño
consiste en hacer creer que todos comulgamos con esas regla, por lo que si lo
hacemos todos, se acaba convirtiendo la mentira en verdad. Se participa de
asumir el premio y el castigo en forma de credenciales, como algo útil, como lo
que nos proporciona las habilidades para la vida en sociedad, como sucedáneo de
la libertad. La superación de pruebas y la acumulación de conocimiento, como
ritual, nos hace libres. Se identifican en este momento utilidad y justicia,
dándose prioridad a la utilidad, y no a lo que de útil puede tener la justicia,
que sería más apropiado.
Esta
circunstancia solo ha podido generarse como un problema occidental y moderno,
como decía Albert Camus, en su texto “El hombre rebelde”. Es a partir de la
Ilustración y el inicio de la sociedad gobernada por el conocimiento y la
educación que se establece la sistematicidad de la administración del
privilegio. Aparece la figura del experto, como productor de verdad, por tanto
de gobierno. ¿O cómo no consentir y seguir las indicaciones del médico cuando te
pone ante la vida y la muerte? ¿O cómo no consentir con los juicios valorativos
del profesor que nos pone constantemente entre
el éxito y el fracaso a sus alumnos? ¿Qué posibilidad de libertad y de elección
hay ante tales constricciones?
Hemos
interiorizado y admitido la mentira de someternos a la ley, como un menor
mal, con el fin de evitar el mal radical,
pero se ha establecido el mal como sistemático, como necesario, para justificar
todo tipo de imposiciones.
En el plano
educativo y político, consentimos, obedecemos, como forma de mandar en algún
momento, por la adquisición de méritos que nos aporten crédito social, que nos
saque de la situación de desventaja, para transformarlas en ventajas. Es la
constante carrera especulativa con uno mismo de no ser excluido, de aspirar a
estar dentro y ser reconocido.
De ahí que se
entienda la sumisión a la evaluación como un mal necesario, pensamos que por
cómo hemos definido nuestra naturaleza, como salvajes que necesitan ser educados
y evaluados, lo poco que de educación podría
haber queda en manos de la necesidad de un juez, de un tercero, el de la ley,
como domesticación.
‘…el instinto de sumisión,
ardiente deseo de obedecer y de ser dominado por un hombre fuerte es por lo
menos tan prominente en la psicología humana como el deseo de poder y,
políticamente, resulta quizá más relevante. El antiguo adagio “Cuán apto es para
mandar quien puede también obedecer”, (…) puede denotar una verdad
psicológica: la de que la voluntad de poder y la voluntad de sumisión se hallan
interconectadas. La” pronta sumisión a la tiranía”, (…) no está en manera alguna
siempre causada por una “extrema pasividad”. Recíprocamente, una fuerte aversión
a obedecer viene acompañada por una aversión igualmente fuerte a dominar y
mandar’. Hannah
Arendt, “Sobre la
Violencia”.
Graciela
Atencio. Periodista
La revuelta de la
subjetividad
No tardaron en encontrarse.
Reclamaban algo más que “democracia real ya”, una revolución ética y dejar de
ser considerados mercancías en lugar de ciudadanos. La noche del domingo 15 de
mayo acamparon en el kilómetro cero de Madrid alrededor de 50 personas, la
mayoría jóvenes. El lunes 16 eran más de 150. Varios de ellos me dijeron: “Estar
aquí consiste en mantenerte despierto, no quedarte quieto”. La policía desalojó
la plaza a las cinco y media de la mañana del martes. Ninguno de los grandes
medios de comunicación respondió a los llamados de alerta por parte de quienes
estábamos allí. Un chico comentó: “hoy van a venir miles, estamos en las redes
sociales y de ahí no nos van a poder echar”.
Desde la primera noche
vislumbré una conexión emocional e inconsciente en el grupo, como si cada quien
se hubiera convocado a sí mismo para asistir a un despertar colectivo y
estuviera dispuesto a convivir en una nueva fraternidad. Sin banderas, sin
fronteras, sin partidos políticos, sin dinero, sin líderes, sin violencia. La
desobediencia civil moduló el clima festivo con un “no nos vamos”
y un “no les votes” coral, apuntalado por aquel emblema de Kate Millett,
“lo personal es político”. La revolución, al menos ésta, es de adentro hacia
afuera y exige lo que apareció en su máxima expresión durante estas semanas, la
revuelta de la subjetividad.
De repente cobró protagonismo
el lenguaje. Fluyó un murmullo trepidante, afectuoso, alegre. La plaza se colmó
de una rara algarabía el martes 18 que duró al menos hasta el domingo de las
elecciones. Más de 100 mil personas peregrinaron por Sol-ución, las asambleas
fueron también confesionarios públicos, grupos de autoayuda, muchos cambiaban su
mundo un ratito. La democracia se volvió participativa, la cooperación un
estímulo, la solidaridad, una caricia, la creatividad un
goce.
Las redes sociales inspiraron
a más de 600 acampadas en el resto del planeta. Originales y espontáneas formas
de movilización nacen en el mundo virtual, horizontales, sin derecho de
propiedad ni de autor. La plaza global virtual presenta a la democracia 2.0 y
como bien señala Manuel Castells, la autocomunicación de masas se constituye
como un auténtico contrapoder.
La evaluación no puede medir
las dimensiones del colapso, lo impensable, las nuevas preguntas, el abandono de
nuestros sistemas de representación convencionales. No puede calcular lo que se
propuso por consenso en una de las asambleas de la comisión de economía: “la
felicidad interna bruta”. La evaluación no nos prepara para ejercer la
espontaneidad ni para vivir en eso que reclama un cartel de Sol: “Queremos
amorcracia”. La evaluación silencia el placer que te embriaga ante el
conocimiento de ese mundo nuevo. Silencia la belleza de lo que se desvanece, el
fin de una era tiene su encanto y nos duele desprendernos de aquello que nos
hizo doctos dentro de una racionalidad limitada. Asistimos a un renacimiento
virtual, quizá el cultivo de otro jardín ilustrado, basado antes que nada en
“compartir” -un verbo básico en la biología evolutiva, como mamíferos sino
compartimos nos morimos- y en la inteligencia colectiva: proyectos que antes se
llevaban a cabo en cientos de años ahora se gestan en instantes más cortos.
Decía Marshall McLuhan que nos podemos convertir en aquello que contemplamos.
Vaya que sí.
Fuera de la plaza seguimos
sosteniendo con inmoral ahínco al monstruo. Nosotros somos una parte del
monstruo. Pero resulta que el monstruo tambalea.
Es cierto, se trata de un
momento de perplejidad y no sabemos si va a durar. ¿Seremos capaces de tumbar al
monstruo? ¿Afrontaremos las nuevas preguntas? ¿Nos entrenaremos para ser
sorprendidos? ¿Ejerceremos la ciudadanía desde el cartel del “Deseo, luego
existo” en la república independiente de mi subjetividad? No hay que empezar de
nuevo, hay que vaciarnos por dentro, sino: ¿cómo desmantelar el consumo
compulsivo y la acumulación de objetos? ¿Cómo desterrar la usura? ¿Cómo dejar de
ser esclavos? Dice un gran cartel: “No somos antisistema, el sistema es
anti-nosotros”. Mientras tanto suena en el imaginario una especie de mantra o
salmo, un antídoto del sistema, no sale de la era de acuario sino de eso que nos
trajo hasta aquí y que nos permitió construir la asamblea de la humanidad.
La pulsión de vida se asoma:
cambiar ya. Lo pide otro cartel en un rincón de Sol: “Ahora es siempre todavía”.
El poema de Antonio Machado sostiene una última
conjetura:
Hoy he dejado de ser aquel que
fui,
mañana,
mañana será otro
día.
Ayer es historia, el mañana no
existe, solo el hoy es eterno.
Anna Aromí.
Psicoanalista.
Licenciada en Filosofía y Letras (Sección Ciencias de la Educación). Docente de
Sección Clínica de Barcelona ICF. (Barcelona)
Insonmio
Quiero hablarles de los
indignados. Este es el nombre que los medios de comunicación han dado a los
participantes en el movimiento del 15-M. Esos ciudadanos que han tenido el
mérito, no menor, de devolver el uso y la memoria a las plazas de este país,
recordándoles que no por casualidad nacieron ágora, foro, plaza del
pueblo.
Pero no solo esto, estos
ciudadanos han logrado también vivificar a esa famosa y tan maltratada “memoria
histórica”, a partir de situarse en ella, en la historia. Y lo han hecho
convocados por un malestar, por un imposible de soportar, que han sabido elevar
a la categoría de síntoma.
Hablando hace un momento con
Amador Fernández-Sabater, decíamos que el movimiento del 15-M había tenido el
efecto de una chispa que conecta. No ha sido un despertar en el sentido de que
antes estuvieran dormidos, pero sí estaban desconectados y el acontecimiento ha
tenido efectos de conexión.
A los indignados los medios
les han dado ese nombre a partir de un libro. A ellos que, supuestamente según
esos mismos medios, no leen. Me refiero al libro de Stephan Hessel
“¡Indignaros!”. Se ha dicho que ese libro es un panfleto, a mí también en parte
me lo parece, pero a pesar de eso –porque las cosas no son planas- creo que ha
tenido la virtud de plantar un significante que ha mirado directamente a la cara
de mucha gente. El “indignaros” ha funcionado como una pregunta, como una
interpretación: Che vuoi?, ¿qué quieres?
Una pregunta es, sobre todo,
algo que se lee. Tiene la virtud transformadora de la lectura. Y es lo que hacen
ahora estos ciudadanos: leer y leerse en la actualidad de lo que pasa. Y esto,
venga lo que venga después, ya ha cambiado las cosas. Lo que importa no es solo
cómo se alargará el movimiento, lo que cuenta es lo que ya ha dejado: ahora se
sabe que se pueden abrir puertas y ventanas en ese muro que el sistema presenta
como una pantalla cerrada y eterna.
Así se ha visto que la
indignación está preñada de dignidad, con ella los jóvenes se han sacudido de
encima los prejuicios, las etiquetas (no se interesan, no leen, se
despreocupan…). Y se ha podido ver que la dignidad y la autoestima no son para
nada lo mismo.
La autoestima es la
servidumbre voluntaria del yo. Es Narciso ahogándose en su estima de
sí.
La autoestima es la
servidumbre voluntaria del yo porque es la petrificación del deseo, que implica
siempre a los otros. La autoestima es la propaganda del “ande yo caliente”, la
promoción del goce masturbatorio más idiota. Este es el núcleo de la
autoevaluación. Y por esto la evaluación mata. Mata lo más singular de cada uno,
mata lo vivo: desde poblaciones tomadas como cobayas por la industria
farmacéutica hasta la deforestación del Amazonas. Y todo esto avanzará
impunemente mientras los ciudadanos duerman despiertos.
Por esto los indignados han
dicho “si no nos dejáis soñar, no os dejaremos dormir”, porque han visto que el
sistema quiere que todos durmamos sin sueños.
Para terminar esta pequeña
intervención quiero dedicar un recuerdo a Jorge Semprún. Quiero recordar su
intervención en Buchenwald, la última vez que habló allí, en abril de 2010.
Terminó enviando un saludo fraternal al chaval de 22 años que él había sido,
luchando toda su vida, siempre contra viento y marea, para que no le destruyeran
sus ilusiones, sus sueños.
Los psicoanalistas también
tenemos nuestros sueños, como es querer llevar al psicoanálisis a las puertas
del siglo XXII
Por eso hay que decir:
No. ¡No a los
ladrones de sueños!
¡Movilización a favor de RAFAH! ¡Liberad a RAFAH!
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JORNADAS ESCUELA LACANIANA DE PSICOANÁLISIS.
“CUERPOS ESCRITOS, CUERPOS
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