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martes, 22 de noviembre de 2011

MESA 5. ¿Hacia dónde va la Universidad?



 
II FORO: LO QUE LA EVALUACIÓN SILENCIA
 "Las Servidumbres Voluntarias"


MESA 5. ¿Hacia dónde va la Universidad? Coordina Manuel Montalbán

Ética de lo público y encarnación de la precariedad vital
Lupicinio Íñiguez
La Universidad entre el cuantitativismo productivista y el viaje a ninguna parte
Enrique Delgado
Evaluación: ¿Una forma contemporánea del lazo social?
Roger Litten
La Universidad
Antoni Vicens



 
Lupicinio Iñiguez. Doctor en Filosofía y Letras. Catedrático de Psicología Social en el Departament de Psicología Social en la Universitat Autónoma de Barcelona
"Ética de lo público y encarnación de la precariedad vital. Evaluación y gobierno que operan sobre nuestro cuerpo"

Malestares, padecimientos, sufrimientos, en fin, precarización de la vida, son consecuencias observables de las nuevas políticas de gobierno, ejemplificadas por los sistemas de evaluación académicos.

Estas políticas proceden del ataque a la producción de conocimiento derivado de su conversión en la nueva mercancía post-capitalista.

Su efecto sobre la subjetividad puede describirse como de sujeción. Pero si donde hay poder hay resistencia, ¿por qué permanecemos pasivos/as y en un estado próximo a la servidumbre voluntaria? La razón estriba a mi ver en el chantaje que opera desde la “ética de lo público”. Enculturados/as en una idea de lo público como valor común ideal y comprometidos/as con ello, la responsabilidad de actores y actrices lleva a la parálisis antes que a la acción por el simple hecho de temer no respetar el ideal del trabajo por lo común.

Enrique Delgado. Profesor de la Universidad de Valladolid. Ex-Vicerrector de la UVA. Profesor de la facultad de Educación en Palencia.
“La Universidad entre el cuantitativismo productivista y el viaje a ninguna parte”

Al inicio de nuestras carreras universitarias, allá por los años setenta, algunos aspirábamos a una mayor radicalidad en la búsqueda del conocimiento y en la construcción del mismo; pretendíamos un mayor compromiso, una mayor disponibilidad y una mayor generosidad en el trabajo universitario; intuíamos que la apertura de las fronteras universitarias llenaría los claustros de nuevas ideas, forjaría nuevas alianzas para la excelencia, generaría incesantes flujos de riqueza intelectual, y fomentaría el semillero crítico de la razón. Considerábamos que además, mediante una profundización de los mecanismos de participación democrática y poniendo la universidad al servicio de los ciudadanos, se asistiría a un verdadero renacimiento de las universidades y de su capacidad de influencia en el devenir de nuestras comunidades. Y aún estábamos en ello, y discúlpenme los escasos matices que permiten cinco mil caracteres, cuando amparado en la nocturnidad de un discurso de modernidad, de nobles palabras y objetivos, llegó el denominado Espacio Europeo de Educación Superior que en su avance consiguió incluso enlodar el nombre de esa amada ciudad italiana llamada Bolonia.
Lo que tuvo lugar bajo dicha invocación no fue una reflexión sobre el alcance de la mencionada convergencia universitaria europea, ni sobre las necesidades que era preciso atender en materias tales como la formación, las becas, los recursos materiales, el apoyo técnico, la financiación, los departamentos y la ordenación académica, ni mucho menos sobre el papel de la universidad en la creación de un modelo de desarrollo justo y sostenible. Lo que se produjo realmente fue un proceso de ajuste que, bajo el adorado concepto “La calidad”, abrió paso simplemente a la reforma de los planes de estudio de grado y posgrado y con ello a nuevas batallas de poder entre departamentos que, además de producir numerosos esperpentos, ha introducido a la universidad en el camino a ninguna parte en el que nos hallamos.
Con esta coartada, en nombre de la calidad, se ha ido introduciendo una jerga terminológica y una selva de siglas que ha convertido el trabajo universitario en: acreditación, VERIFICA, garantía de la calidad de las titulaciones, ORIENTA, DOCENTIA, evaluación de títulos, evaluación de la actividad investigadora, que ha acabado por arrastrar las buenas intenciones con las que se pusieron en marcha los cambios, llevando todo hacia un laberinto en el que apenas nadie sabe en qué dirección camina.
Conforme iba avanzando la lava viscosa de tantos procedimientos de control burocrático implantados con la reforma, un puñado de buenos profesores y profesoras, abrumados, se han acogido a planes de jubilación anticipada, y en el reemplazo se ha dado paso a un nuevo modelo de docente, verdaderos náufragos precarizados cuya supervivencia se basa en compenetrarse con la maquinaria productivista y pedagogista que se ha hecho con el poder universitario. Se trata de empleados embarcados en la producción constante de “papers” en revistas de impacto, de paneles para jornadas y congresos, que pujan por formar parte de comités de expertos, comités evaluadores, comités científicos, que les permitan obtener de las agencias de evaluación y calidad la acreditación para consolidar su nivel académico o alcanzar otro superior. Son expertos en la aplicación del baremo; en obtener el máximo rendimiento a una sola idea; en la identificación y captura de subvenciones; en firmar artículos que no han escrito y permitir a otros lo propio en los que sí redactan; en intercambiar cursos y conferencias con otros docentes, preferiblemente pertenecientes a universidades de otros países, para incrementar su grado de internacionalización; en ocupar cargos de gestión sólo por el hecho de que conste su competencia en este ámbito.
En este viaje, una parte importante de la producción científica experimenta la misma oxidación que la hojalata: al poco tiempo de ser abandonada en revistas, en actas de seminarios y congresos, en la red de los internautas, se cubre de orín, se pierde en un magma de naderías y sólo contribuye a colapsar las estanterías y las carpetas digitales. Ya no se trata de dejarse la piel en los trabajos y estudios, para intentar entregar algo significativo al servicio no sólo de la comunidad científica sino de toda la sociedad; se trata de cubrir el expediente, de adaptarse a la aplicación informática evaluadora, de conseguir otro tramo de investigación, de cubrir los índices de impacto y lograr “réferi” en los artículos de otros colegas, siguiendo la máxima de que: todo lo que no puntúa no tiene interés.
En el modelo productivista el docente es como el conejo blanco en la obra de Lewis Carroll "¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Qué tarde voy a llegar!", un conejo blanco, perseguido por el reloj, atormentado por el tiempo, obsesionado por acumular los certificados que deben acreditar su trabajo académico, para ser evaluados en el Docentia, un Programa de Apoyo a la Evaluación de la Actividad Docente del Profesorado que se encarga de medir la “garantía de la capacitación y competencia del profesorado”, el cual a su vez evalúa constantemente las competencias instrumentales, interpersonales, sistémicas y específicas de sus estudiantes, sus conocimientos, sus destrezas, mediante procedimientos tales  como la autoevaluación, la co-evaluación, los exámenes escritos, los trabajos grupales, las exposiciones individuales y toda una prolija verborrea.
La universidad ha emprendido una caída libre hacia el país de siempre jamás en el que todo se cuenta, todo se mide, se evalúa, se pesa, se cuantifica, se computa, se tasa, se puntúa; pero también un país en el que casi nadie se dedica a la tarea de analizar, confrontar, comprobar, contrastar o aquilatar. Pocos se preocupan si lo que hacemos es relevante, si ayuda a los estudiantes a amar el conocimiento, si promueve el saber y el progreso. Hemos acabado trabajando en una burbuja vacía que vaga en el aire hasta que estalle. ¡Ojalá sea cuanto antes! Porque “no existe remedio contra el mal cuando los vicios se convierten en costumbre”, dijo Séneca.


Roger Litten. Psicoanalista. Presidente la London Society, Miembro de la New Lacanian School, y de la AMP (Londres)
“La evaluación – ¿Una forma contemporánea del lazo social?”


Propongo el título de mi intervención bajo la forma de una pregunta, una pregunta que requiere ser construida, formalizada y puesta a trabajar. Es una pregunta política, práctica y, en última instancia, clínica.

Como profesión y como sujetos, nos encontramos confrontados con la demanda de evaluación, un aspecto cada vez más intrusivo de la práctica clínica contemporánea y un fenómeno ineludible de la sociedad moderna.

¿De dónde surge esta demanda? ¿No nos encontramos acaso sujetos a una demanda de evaluación que es, en el fondo, anónima, y que prolifera como un imperativo bajo la apariencia de su propia auto-evidencia?

¿Cómo entonces ubicar una posición desde la cual responder a esta demanda y limitar su invasión en nuestra sociedad y en nuestra profesión?

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La demanda de evaluación debe ser leída sobre el telón de fondo del discurso que la sostiene, en términos de modificación de las coordenadas del discurso de la civilización en la época del Otro que no existe.

Estas modificaciones, como ustedes saben, pueden caracterizarse rápidamente en términos de la declinante eficacia de la ley del significante y el correspondiente aumento de las patologías sociales de la norma indexadas en el objeto pequeño a.

Las diversas implicaciones de estos cambios aún se están jugando en los registros clínico, social y político. Lacan, hace casi medio siglo, trazó la lógica que atraviesa y articula estos diferentes registros como la lógica del No-Todo.

Es en este contexto que podemos intentar considerar la evaluación al mismo tiempo como un síntoma de y como una respuesta al malestar de la civilización contemporánea. Y es con estos medios que podemos intentar construir las bases para una política psicoanalítica efectiva.

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Tomaré aquí mis referencias de las indicaciones que Jacques-Alain Miller y Jean-Claude Milner nos han dado, la mayoría obviamente en su discusión publicada en forma de libro bajo el titulo ‘Conversaciones sobre una máquina de impostura’.

Miller sitúa el aparato de la evaluación como el discurso de dominio de nuestro tiempo. Su proposición central se encuentra en la pagina 42 de este libro: “La seducción del discurso de la evaluación consiste en reproducir para cada uno este momento nativo donde se realiza la marca del significante en el hombre…”

El procedimiento evaluador, este proceso de 'bautismo burocrático', vuelve a poner en escena la inscripción del sujeto hablante en el significante, el encuentro primordial del ser humano con el lenguaje, proveyendo así de una matriz de socialización para los sujetos contemporáneos.

Pero ¿qué forma toma esta matriz y en que difiere su organización de la forma de lazo social conocida tradicionalmente como discurso del Amo? Solo podré esbozar algunos parámetros de esta cuestión, basados en las coordinadas de la relación entre el sujeto y el Otro.

El discurso del Amo, como matriz de socialización, sirve para vincular el goce autista del sujeto, el goce solitario de cada uno solo, con el gran Otro, lugar del significante. Es esta articulación la que constituye la base para la viabilidad de las relaciones sociales entre un sujeto y los demás a su alrededor.

Podríamos decir que el aparato de la evaluación, sustituyendo al discurso del Amo, intenta construir un Otro universal, un lugar común, precisamente en el punto en que la soberanía de la ley ha dejado de funcionar. El sujeto se vincula ahora a otros como él, sobre la base de su relación común con la medida, con la cifra que los vuelve a todos contables y comparables.

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Hay dos aspectos de este proceso que quisiera destacar, nuevamente siguiendo las indicaciones de Miller. Uno de ellos es la manera en que la evaluación intenta suplementar la ausencia de un Otro Simbólico por medio múltiples relaciones contractuales en el eje Imaginario. El otro aspecto es la manera en que la evaluación, al reducir el significante de la Ley al Uno de la media estadística, intenta operar una nueva articulación entre Simbólico y Real.

Miller indica que la ley es tradicionalmente sostenida en referencia al significante del Otro, mientras que la evaluación opera por contrato y consentimiento. éste no es el contrato con el gran Otro, que sirve para fundar el ámbito cívico. Más bien es la esfera contractual pluralizada del mercado, donde múltiples contratos localizados ocupan el lugar del Otro de la ley.

Los efectos homogeneizantes de este espacio contractual tienen implicaciones más amplias en la esfera política. Pues mientras que es posible resistir la ley del Otro, la oposición se vuelve problemática en el caso del contrato, el cual asume el consentimiento del sujeto así como la equivalencia y simetría de las partes interesadas.

La evaluación puede ser considerada entonces como la más democrática forma de dominio, rechazando -tal como lo hace- toda jerarquía, toda autoridad general. Somos evaluados por cada uno, nos evaluamos a nosotros mismos. Y a cambio de nuestro consentimiento a la evaluación, recibimos la promesa de una esfera social unificada basada en la conformidad a la regla.


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Pero junto a este esfuerzo por erigir el semblante de un Otro universal en el sitio del contrato, hay un aspecto mas elidido de la evaluación que corre a lo largo de una pendiente que resulta de ello – la que reduce al Otro de la ley al Uno de la media estadística.

Los remito aquí a los comentarios de Jean-Claude Milner en la misma publicación, donde distingue el rol de la cifra en la democracia y en la estadística, y sugiere que buscamos entender el rol de la evaluación en tanto opera una transacción entre ambas lógicas.

En la democracia, la participación de cada sujeto se sostiene sobre la relación entre dos principios fundamentales -el principio de que cada voto cuenta en su  relación al principio de que la mayoría gobierna.

El principio de participación democrática da entonces legitimidad a la idea de que la mayoría gobierna en nombre de todos. Es esta forma de anudamiento del uno y el todo la que subyace al estado de derecho en una democracia.

Podemos contrastar esto con la lógica de la media estadística, donde cada uno es contado de acuerdo con una lógica diferente. Esta media no tiene en cuenta la diferencia de uno. Mas bien re-absorbe toda diferencia bajo el aspecto de variación de la media, en una lógica recursiva según la cual esa variación en si misma contribuye a definir la media.

Ya no estamos en un registro en el que cada voto cuenta. Ni es una cuestión del gobierno de derecho basado en decisiones mayoritarias. Más bien nos las hemos arreglado para remplazar la ley del significante con el Uno de la media estadística.

De este modo, la evaluación busca derrocar la autoridad del Amo sólo para instalar la tiranía del Uno.

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Por supuesto hay múltiples implicaciones a ser rastreadas a partir de este punto. De ahí la necesidad de la máxima precisión posible en descoser las coordenadas de las múltiples elisiones en juego, para demostrar como términos que aparecen equivalentes pueden muy bien estar operando en diferentes registros del discurso. Es aquí donde la contribución de la obra de Lacan sigue siendo para nosotros invalorable.

Este es también el punto en el que una referencia cruzada de nuestra política con nuestra orientación clínica se vuelve esencial. La clínica de la psicosis ordinaria, por ejemplo, se centra precisamente en este efecto de sustitución, donde una identificación con la norma, con el promedio, toma el lugar del significante de la ley ausente.

Así, el trabajo en el que estamos comprometidos es no sólo esencial para elaborar las bases de una política eficaz de oposición a la evaluación, sino también para asegurar la pertinencia de nuestra clínica psicoanalítica. Les agradezco mucho la oportunidad de compartir este trabajo hoy con ustedes.




Antoni Vicens. Psicoanalista. Doctor en Filosofía. Profesor de la Universitat Autónoma de Barcelona (UAB) Docente de la Sección Clínica de Barcelona ICF
“La Universidad”

            Cuando, a principios del siglo XIX, la burguesía, como clase hegemónica, se ocupó de la Universidad, le encargó la formación de técnicos y científicos que estuvieran a la altura de la producción industrial. Las ciencias de la naturaleza se hicieron Facultades: matemática, física, química, biología, geología, etc. Otro grupo de ciencias se ocuparon de la población y de su capacidad de producción, de reproducción y de riqueza: medicina, farmacia, economía política, urbanismo, etc. A las ingenierías les correspondió establecer el vínculo entre las ciencias y el Estado. La Revolución y el Imperio en Francia, y las monarquías ilustradas en el ámbito de habla alemana, hicieron de la Universidad un instrumento de conquista de la naturaleza y de los cuerpos. A las ciencias del espíritu se les confió otra misión. Tal como lo describe Nietzsche ya a finales del siglo, la burguesía, una clase sin historia ni intimidad, había conseguido, con los ciclópeos volúmenes de las grandes Historias y con la Enciclopedia, crearse un destino y una interioridad. Así, esa clase social, que se define no por lo que es sino por lo que posee, transformó el linaje y los goces suntuarios de la aristocracia en cultura. A la Universidad le encargó erigir el edificio de la Gran Cultura europea.
            Pero ese tiempo ha terminado. La burguesía ha completado el ciclo de su conquista del mundo. Ya no necesita justificarse imitando las maneras de la clase que la precedió en el dominio, y puede prescindir de la Enciclopedia y de la Historia, un lastre que ahora hay que perder. De otro lado, visto el destino de los Estados comunistas, tampoco el proletariado alcanzará ya la hegemonía. La burguesía se basta a sí misma; sus títulos son ahora la autogestión, la autoevaluación y la autonomía personal, que completa el trabajo de segregación exigido por la proletarización generalizada. El psiconálisis nos puede enseñar la dimensión sacrificial de esta situación. El capital es el amo; y el capitalista no necesita distinguirse (en ambos sentidos de la expresión). Capitalistas lo somos nosotros mismos, que fiamos el futuro de nuestro bienestar a unos gestores financieros provistos del más grande cinismo jamás puesto al servicio de la producción de bienes. No podemos ocultarnos el trabajo de la pulsión de muerte que acompaña esa operación. Siguiendo la orientación que da Jacques Lacan referiéndose al nazismo, podemos darnos cuenta de cómo, “en el objeto de nuestros deseos, intentamos encontrar el testimonio de la presencia del deseo de ese Otro que llamo aquí el Dios oscuro.”[1] Pero ese Otro no existe, o sólo es la sombra que proyecta nuestro propio deseo en el mundo. Uno de los nombres de ese Otro es hoy la riqueza, tomada en bruto, como proyecto de una vida desvinculada de todo lo que no sea material. La cultura es de masas es objeto de consumo; las ciencias humanas, o del espíritu, sobreviven amenazadas por la generalización del parque temático. La filología pierde la capacidad de tomar como objeto de estudio el acto inconsciente por el que un escritor, un artista, un poeta crean algo desde la nada. Los formalismos en el análisis del texto van tornando incomprensible la transferencia –en el sentido psicoanalítico– del escrito. La Historia se ha convertido en el campo de todas las ficciones, y el acontecimiento como tal va perdiendo todo su sentido. La ciencia política se va reduciendo a un puro formalismo tacticista. Habría que recoger la galería de monstruos conceptuales que los procedimientos estadísticos permiten erigir como fetiches para todas las ciencias humanas.
            Por todas partes la ofensiva es la misma: eliminar la capacidad de escucha de una demanda, individual o colectiva, que reclama por todas partes un sentido para el deseo, una gestión sostenible para las diferencias que constituyen el ser hablante y un espacio en el que gozar más allá del principio de placer. A la soberanía que el contrato social otorga al sujeto de la política, los psicoanalistas la llamamos síntoma, no en tanto inconveniente para la vida, sino como recurso adventicio para equilibrar el goce incomunicable del ser de habla con los proyectos en los que puede traducirse en vínculos sociales siempre renovados. Allí donde la autonomía es presentada como liberación y como soberanía, el psicoanálisis se ocupa de descifrar las leyes inconscientes en las que la vida deviene una obra común.



[1] Jacques Lacan, Seminario X, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Barcelona, Paidós, 1987, pág. 283.

  




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