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lunes, 6 de junio de 2011

BOLETIN ON-LINE nº 24




BOLETÍN ON-LINE nº 24
II FORO: LO QUE LA EVALUACIÓN SILENCIA
 "Las Servidumbres Voluntarias"
Madrid, Sábado 11 de junio de 2011. Círculo de Bellas Artes
Muchas gracias por la colaboración de todos los colegas que han remitido las contribuciones que están haciendo posible A-Foro. Hemos cerrado la recepción de nuevos textos. La publicación de los números restantes está más que asegurada con el fondo de documentos que todavía no han sido publicados.

A-forismo
Paloma Blanco Díaz


El psicoanálisis es un síntoma de la civilización contemporánea y la voluntad del discurso capitalista es producir su cura.
Estimado lector, confío en que el contenido de A-FORO te resulte atractivo y estimulante.
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¡Buena lectura!

 NO TODA ES VIGILIA LA DE LOS OJOS ABIERTOS

María Navarro
Desde Diario El Mundo-Málaga. "Papeles de la ciudad del paraíso". Suplemento de cultura/número 53/viernes 3 de Junio de 2011

He tomado este título de Macedonio Fernández para convocar a G. K. Chesterton a través de la voz de Borges en El idioma analítico de John Wilkins:
“El hombre sabe que hay en el alma tintes más desconcertantes, más innumerables y más anónimos que los colores de una selva otoñal... Cree, sin embargo, que esos tintes, en todas sus fusiones y conversiones, son representables con precisión por un mecanismo arbitrario de gruñidos y chillidos. Cree que del interior de una bolsista salen realmente ruidos que significan todos los misterios de la memoria y todas las agonías del anhelo…..”
 Para referirme a cómo, frente a los diferentes estilos de estos escritores que he citado como ejemplo, que nos trasmiten su compromiso con la lengua,  la imposibilidad que hace al lenguaje y  la herida irreductible entre el cuerpo y las palabras. Nos encontramos actualmente con un discurso encorsetado en la comodidad de protocolos de evaluación y control que apunta a lo mismo para todos. Todos iguales en cada parcela de la vida. Mismidad que nos evoca la idea de parodia, que sin embargo toma en el discurso contemporáneo una vertiente que borra toda sonrisa al pretender en lo real, como la ciencia, la correspondencia entre la cosa y la verdad. Sin la otra firma que pone la parodia de relieve. Trazo oculto que al ser revelado por ella vuelve irrisoria la escena igualitaria.
En este estado de cosas podemos preguntarnos si este autoritarismo alcanza también a la literatura. Incluso a la poesía, pues aunque el efecto de la escritura en tanto encuentro del sujeto con lo allí escrito, es in-evaluable, podemos apreciar que cada vez más  pretenden ser convertidas por este imperativo moderno de control  en un producto didáctico y pedagógico, al que hay que exigirle transparencia y sobre todo utilidad, documentación y sentido. Un instrumento mas, en definitiva que si bien requiere rigor en determinados ámbitos de ésta,  produce un detrimento en la escritura y en la lectura, afectada también por esta compulsión a la mismidad. La  escritura tiene que ver con lo que no cierra, no sutura nada, deja abierto el abismo al que el sujeto se confronta permitiéndole seguir escribiendo, seguir en la vida, seguir haciendo algo con la brecha que le produce la infelicidad y le permite seguir inventando. Y contra la que la  evaluación actual atenta pues vemos entre otras afecciones que en aras de una crítica democrática se han subvertido los valores y en muchísimos casos un libro es mas bueno si se vende más o tiene más visitas en el universo digital. O se lo convierte, por la exclusión de dicha evaluación, en texto de culto. Cuestión que aunque  resulte contradictorio conduce al abandono o a leer todos lo mismo, convertida en un ideal de libertad perversamente trasmutado. Y si como síntoma en medio de este panorama están surgiendo voces que reivindican la dignidad tanto de la política como de las artes y la literatura, no deja de inquietar y mucho un escenario donde proliferan la edición de textos dirigidos siempre a la comprensión y la autoayuda ya sea en forma de manual o novelada que recurre a clichés  que engrosan el imaginario del lector llevándolo a considerar que todo es posible, justificando así su servidumbre  de cómo hacer para barrer con las diferencias en aras del bienestar. Incluso a convertir  a la poesía en herramienta para domesticar el cuerpo, no  como dijera Borges, que la poesía ha de tocarlo, pues un buen verso pide ser dicho en voz alta. Sino en un registro utilitario que tiene un alcance mas grave que pensar que es fruto de la ignorancia: No hace mucho pude  escuchar desde la voluntad entusiasta de una autoridad en materia bibliotecaria recomendar a un grupo de señoras que se afanaban por adentrarse al mundo de la lectura, que leyeran poesía porque enseñaba a relajarse y de paso, daba cultura. Convirtiéndola de un plumazo en una buena mercancía pues mata dos pájaros de un tiro. Y posiblemente sin consecuencias, por entrar la palabra en un circuito de códigos vacíos que tratan todo el tiempo de adecuarse a las cosas desvaneciendo así su eco, ya que el trazo, la letra, solo puede surgir donde la palabra fracasa. Y si podemos pensar con el ejemplo que es un modo de acercar la poesía o la literatura al pueblo, considero que el peligro es otro, que tiene que ver con que al amo moderno le da lo mismo poesía,  gran literatura  o tabla de ejercicios pues no es la posibilidad del encuentro que se juega en la lectura  lo que el discurso contemporáneo propicia, sino la forma de mantenerlo colmado y feliz. Cuando en el poema se trata de otra cosa. De un esfuerzo, porque es torsión del sentido lo que trae su resonancia desde  la lengua,  que  afectada por la imposibilidad de decir todo subvierte la unidad lingüística.
La escritura no es el traslado de la voz a la presencia material del trazo escrito.
Literaturas que vemos que compiten en ese traslado de voz igual a trazo en los nuevos medios cada vez mas prolíficos, con la posibilidad además de editar virtualmente en una serie infinita  y de millones de lectores cuya pretensión última es no caer en el error  de no ser felices. Apelando a una  garantía que nos remite a un empobrecimiento de  saber hacer desde la particularidad con esa herida constitutiva  y cuyo resultado es finalmente un desencanto pletórico de queja y dolor que renueva la servidumbre de ser un buen aspirante a la felicidad por venir. Ojos sin sueño en la vigila sin descanso que impide escuchar en aquello que insiste, para apuntar que la verdad está en otra parte. Ahí, donde lo no controlable de cada uno, uno por uno, no deja de sorprendernos con su retórica políticamente incorrecta.

Formas de la indefinición
(Gestaltwandel)

Ignacio Castro

Es preciso que cada imagen le quite algo a la realidad del mundo; es preciso que en cada imagen algo desaparezca, pero no se debe ceder a la tentación del aniquilamiento, de la entropía definitiva; es preciso que la desaparición continúe viva: este es el secreto del arte y de la seducción. Jean Baudrillard

Existen verdades que siempre han estado ahí de manera intermitente, apareciendo y desapareciendo en virtud de una profundidad que las hace incómodas para la norma diaria. Una de esas verdades atañe al lenguaje y nos permite recordar que la primera lengua no es la que llamamos materna o natal. Antes, durante, entre palabra y palabra, el ser humano -también el in-fans que no habla- vive en una región de ecos primordiales, silencios, rumores, sombras, sonidos quebrados. El magma que puebla cada segundo, aunque difícilmente expresable, constituye un fondo que nos hace hablar o, al menos, tartamudear en momentos clave. Es un mito de esta época y de su pasión estructural, que ha privilegiado el medio en detrimento del mensaje -el contexto contra la naturaleza profunda de cada ser-, esa idea de que “todo es lenguaje” y no existe ninguna experiencia que no esté articulada en una trama diferencial, sistémica.

I
           Si todo es lenguaje es porque éste incluye el mutismo, un idioma desconocido que no está articulado en ningún código que podamos descifrar. Su “código” se confunde con el exterior sin narración, con la profundidad traumática de lo real. Sin metalenguaje previo, el sentido irrumpe de manera imprevista, con el álgebra de una “puntuación sin texto” que sin cesar nos asedia y nos desequilibra. En virtud de esta inestabilidad primordial hablamos: ¿qué habríamos de decir si nuestro suelo fuera seguro? El lenguaje bebe en un fondo que no tiene lengua conocida. De la misma manera que, casi por pura lógica, la historia vira en momentos cruciales gracias a no poder evitar el halo de lo ahistórico. Es debido a esta proximidad entre el lenguaje y la masa bruta de la materia que las palabras pueden herir, transformar o congelar nuestra realidad. Las palabras son cosas, armas, herramientas, no menos contingentes que las cosas mismas.
            Al sentido real le brotan palabras, lejos de que a las palabras les dotemos de significación. Precisamente por esto es posible la traducción. Ya la primera palabra, el primer signo o imagen, la versión original del poeta, es traducción de una experiencia que siempre ha hablado en otra lengua, un rumor que socava por dentro al inglés, al español, al ruso. Antes del saber está la verdad. Antes de la historia, la existencia, una comunidad de sentido que brota de lo insignificante, de un sobresalto remoto que es común a la condición humana y su Babel de lenguajes.
            Ello explica que, incluso en el niño, la palabra pueda ser sorprendente, cambiar la materialidad de las vivencias, rehacer la experiencia más común. La fascinación que aún ejerce el arte, a pesar de sus sucesivas “muertes”, sólo se puede explicar por el hecho de que la primera relación con lo real ya es metafórica, pues incluye todas las alteraciones y ecos imaginables. De otro modo no se podría explicar que en un mundo supuestamente saturado de información y conocimiento surjan de vez en cuando signos, imágenes, concatenaciones de palabras que nos detienen, que nos vuelven a una bendita ignorancia y nos permiten reiniciar la vida, una segunda oportunidad. Hablamos, cantamos, pintamos -se podría decir- a pesar del orden policial de nuestra cultura. Como se ha dicho a veces desde Sócrates, la verdad vive de una crisis del saber.
De hecho, de Bob Wilson a Beethoven, de Animal Colletive a Guerín, todo creador ha sido mudo en sus momentos cruciales. Sordo, ensimismado, tartamudo. Hablamos la lengua natal, la asaltamos, en los raros momentos en que decimos algo, desde el subdesarrollo un instante que carece de signos que lo traduzcan. Es una insignificancia apremiante, un silencio denso -aunque sólo dure segundos- el que nos hace hablar.
            Desde el lugar del haiku en la poética moderna, de Pound a Gary Snyder, hasta la importancia del arte primitivo en la pintura de Picasso o Morandi, todos los momentos míticos del arte contemporáneo tienden a reconocer ese momento crucial de lo amorfo. Y esto, por no mencionar la importancia del aforismo en Nietzsche o  Deleuze, la sentencia lapidaria de Lacan que nos cristaliza. En los momentos culminantes, lo grande es un juguete de lo pequeño: la comunicación es arcilla en manos del desierto y sus signos.
            A las grietas le brotan sentido, un mensaje sin precedentes. Con el humor deliciosamente pueril que le es propio, Cage habla de captar los sonidos del mundo antes de que se conviertan en signos abstractos, códigos que circulan. Esta es la tarea ética y política del arte: por fuera de nuestras murallas, escuchar el rumor real antes de ser estructura, cliché, logo reconocible. Con tal método, con tal intuición para el sentido anterior a las lenguas, Pasolini le hace decir a un actor “Buenas noches” con sesenta significados distintos. Todo arte maltrata la norma, introduce una metamorfosis en la comunicación, hace un “uso menor” del lenguaje. En virtud de la acumulación del tiempo que el artista, como un brujo, escucha en medio de la cronología pactada, la obra original rehace el sentido. Hace entrar en crisis la información, lo que creíamos saber, desde un bajo de fondo anterior a los códigos.
            Sea en el cine o en la música, la operación poética de la forma actualiza la aventura de sentirse agonizante en plena normalidad; por lo mismo, la posibilidad de estar dispuesto a renacer jovialmente en otra orilla. Para una irrupción así lo que llamamos con orgullo “historia” es sólo el conjunto de condiciones, prácticamente negativas, necesarias para que ocurra algo nuevo. A diferencia de lo simplemente novedoso, en lo original pulsa siempre con un aura de lejanía, pues ha nacido y respira fuera de lo que llamamos cultura. De ahí el simpático comentario de Baudrillard: “Todo lo malo que le pase a la cultura me parece bien”.

II
            En la raíz de la literatura, de la fotografía o el cine, el lenguaje poético logra una impresión imborrable -inconsumible, dice Pasolini- gracias a fundir la articulación con lo “inarticulado” del grito. Tal vez el correlato político de la obra de arte es la revolución. Benjamin recordaba que los pueblos asaltan la historia desde un tiempo que no tiene contabilidad ni cronología. Tal vez por esto, decía, los revolucionarios suelen disparar contra los relojes de las torres, como si quisieran reiniciar el tiempo con una imagen de lo extático. Después de ese momento inaugural que se repite, en un retroceso sistemático ante la verdad de su revelación instantánea, la metafísica occidental vuelve siempre a poner en marcha una teleología de la historia -primero cristiana, después laica- que apuesta por el “olvido del ser”, por el aplazamiento de la inmediatez ética. Separa así lo “universal” del aquí y ahora, del absoluto local de las vivencias. El pesimismo ante la parusía -lo que Berger llama “el carácter oracular de la apariencia”- relanza la maquinaria del optimismo histórico, también su hilera de víctimas.
            De modo que, por un lado estaría el rastro de una intolerancia, una exclusión que constituye -al menos- uno de los pilares de la modernidad occidental.  Hablamos de la imagen como instrumento de nuestra voluntad de dominio, una voluntad que no ha cesado aunque a veces hayan parecido pasar de moda las formas más abiertamente sangrientas de poder. En este punto la separación moderna no ha muerto, pues todavía sostiene el álgebra veloz de este mundo que se pretende tardío, queriendo tal vez borrar las huellas de su paso. 
            De alguna manera la imagen ha tomado el relevo del texto en la metafísica de la separación que define a Occidente. Ha condensado y consumado nuestro nihilismo, esta sistemática aversión hacia todo lo que sea vida elemental, comunidad tocada por la ambigüedad y la muerte. La forma última de nuestro “materialismo”, furiosamente antimaterial, es el crecimiento de las cifras, esta expansión numérica de las pantallas en detrimento de una relación sensitiva con la inmediatez. Y la imagen técnica, antes ya de la tecnología digital, es hija de las cifras, del cálculo.
            Es el instrumento poderoso de una normalización que incluye espectaculares efectos especiales, una alternancia entre el tedio y el escándalo, la seguridad y el horror, que se ha vuelto cotidiana. Vivimos en una sociedad cuya mayor vocación es la anestesia, empezando por la de los sentidos, y solamente en este marco puede entenderse la afición de nuestra cultura al perfil de lo escabroso, tanto en la víctima como en el verdugo. Para que el espíritu del encierro global en el individualismo funcione, el estado de excepción ha de convertirse en regla. Y aquí ocupa un lugar neurálgico el impacto informativo, buscando exorcizar continuamente el mal de la exterioridad, prevenir nuestro latente malestar con la dicotomía entre un adentro climatizado y un afuera arrasado.
Una y otra vez, la imagen sensacional ha de tapar la humilde originalidad del acontecimiento cercano, tocado por la comunidad del enigma. Este “terrorismo” medial logra una expropiación del presente sin precedentes, una combinación casi perfecta de infinito y clausura. Aislada de los signos de su existencia mortal, la humanidad desarrollada ha de permanecer atenta a la información. En este punto podemos decir que el uno de la indiferencia, por no decir del odio, es el recipiente de la multiplicidad ruidosa del mercado. Aislamiento y socialización son las dos caras del imperativo mundial de transparencia.

III
            Subsisten, no obstante, dos tipos de imágenes. De un lado, los iconos publicitarios que nos rodean, mayoritarios, remitiéndose unos a otros, envolviéndonos con una pared protectora. Estas imágenes, que inundan a veces al arte, aparecen "colgadas" en la cronología social y nos empujan a seguir con la velocidad de la comunicación, a interactuar, deslizarnos, consumir. El referente de todas ellas es la seguridad del desplazamiento continuo, que se ha convertido en nuestra idea fija. Individualismo y comunicación trenzan con ellas una dialéctica sin fin. De otro lado, creando una comunidad momentánea, existen algunas imágenes que nos paran, coagulando la fluidez en una dulce relación con la muerte, una “mala salud de hierro” -decía Trías- que interrumpe el régimen de la circulación.
Tales imágenes detienen el reemplazo incesante de lo social, que es el del aislamiento conectado, para sumergirnos en un tiempo distinto, sin cuenta posible. En este caso la imagen no aparece inserta en la cronología pactada socialmente, sino que tiembla con el tiempo dentro, acumulado en el misterio de una escena. Abren otro tiempo dentro del tiempo, el aura de una lejanía que palpita aquí, en una eternidad que coexiste con la más breve duración. Zona ártica, le llamaba Deleuze a esta vacuola de no comunicación desde la que todavía se puede vivir algo distinto, pensar de otro modo.
            Estos momentos de la percepción o del arte no reproducen espectacularmente lo visible, a lo que ya estamos habituados, sino más bien hacen visible lo invisible. Es como si destruyeran la nitidez con la nitidez. Descubren el Tiempo mismo en estado puro, su espectral ambigüedad, más acá de la simplicidad binaria de la cultura informativa, de las noticias establecidas según la lógica del bien y del mal. Cuando el cineasta ruso Aleksandr Sokurov -autor de declaraciones “tristemente antimodernas”, según la queja de Rancière- dice entender sus imágenes como “una preparación para la muerte” está tomando la senda de esta teología inmanente, una inmediatez ética con la cual nuestra tecnología cultural algún día tendrá que medirse.
            Liberando a la sensación de la opinión, tal inmediatez despierta algo que estaba remotamente latente en nosotros. Como si impactaran directamente en el sistema nervioso, estas formas poéticas o audiovisuales nos ahorran el tedio de una historia que escuchar, la seguridad de una información que clasificar. Interrumpen la realidad subtitulada que nos protege y nos enferma para introducirnos en una visita “no guiada” por lo real, curándonos con el mal de su desnudez. Estableciendo un diálogo con lo mortal, una relación infinita con la finitud, tales creaciones nos curan con la misma intemperie de la cual la sociedad quiere “librarnos”… para convertirnos en público cautivo, sujeto al índice de audiencia.
            Sin que nadie sea capaz de establecer en cada momento dónde está la línea divisoria, hoy se libra en nuestro imaginario, de la música a la fotografía, la batalla entre un studium mayoritario, informativo y publicitario, y un punctum minoritario, más oscuro y difícil, pero de cuyo valor depende la relación de Occidente con la existencia mortal. Por añadidura, acaso también con la tierra y las culturas antropológicas externas.
            ¿Una definición en la indefinido, una forma de lo no elegido? Sí, hablamos de un trabajo con sombras de alta definición. Esto es lo que logran algunas piezas de nuestros márgenes. Y también nuestra más espontánea percepción, allí donde conseguimos zafarnos de la mediación infinita que se ha convertido en mensaje. Es preciso reconciliarse con una lentitud fulminante que nos permita prescindir de la protección que brinda la velocidad. No es difícil lograrlo si conseguimos aceptar que el primer sentido está en el secreto, en un desierto que es la suma total de nuestras posibilidades. De hecho, nunca ha sido tan fácil como ahora situarse en una relación ética y estética en relación al estruendo del mundo. Basta con dar un paso al lado, quedarse inmóvil unos segundos, convertirse en invisible y observar. Basta con dejar de participar, interrumpir el flujo de la información y atreverse a entrar en ese silencio -al principio un poco terrorífico- de los márgenes, atendiendo a la escena que se forma cuando la comunicación se corta.

IV
            Gostiny Dvor, las caballerizas y Sennaya Plóshchad en San Petersburgo. Y siempre los patios entrevistos al cruzar, huidizos en rojo y verde, susurrando lo que no sabes de la vida. La verdad del mundo es lo incontable que no figura en los mapas, las grietas de espacio y tiempo que robas al pasar. Eso es lo que filma Sergei Loznitsa en La estación: el misterio de la humanidad cuando duerme, deformada por el sueño. Casi mineralizada, reconciliada con su torpor animal. Filmar lo real y sus espectros cuando no “ocurre” nada y ninguna cámara está allí, interrumpiendo la conspiración secreta de los cuerpos.
            Vivimos como soñamos, solos. De alguna manera, el arte intenta convertir este emblema de Conrad en el origen de otra comunidad. Una vivencia durable, puesto que atraviesa la muerte, ese silencioso abismo de lo real, con una sonrisa pueril. Nada hay más perturbador que la inocencia. Así ocurre en nuestras más raras criaturas, algunos temas de Nico o de Eyeless in Gaza, esa pieza de Pablo Arcent llamada Cuerdas. Llegan otra vez al hombre a través de un rodeo, por medio del compromiso moral con lo no humano. Conseguir la aparición del espíritu de lo real pulverizando la estúpida omnipresencia del sujeto, ese aura narcisista que nos tapa el sentido de la tierra.
            Lo peor de nuestro desarrollo, pero quizá también lo más reformable, es su soberbia inaudita, ese orgullo que nos lleva a ser radicalmente intolerantes con las formas de vida exteriores. Día tras día, localizamos un peligro letal en cualquier humanidad que mantenga un halo de cultura comunitaria, milenaria, espiritual. Para evitar ese choque, inmoral y de incierto resultado político, debemos superar el maniqueísmo implícito a la modernidad occidental -que sólo siente seguridad si hay aislamiento- y recuperar un bienestar en el mal de lo real, en sus escenarios desérticos, sin amparo.
            A contrapelo de nuestra globalidad fragmentadora, reivindicamos la “humanidad” de la presencia real, la universalidad de su contingencia. Defendemos la necesidad de recuperar una definición que sólo se hace perdurable si trabaja las grietas, la ruina, la finitud. ¿Alta indefinición? Sí. Nosotros vivimos siempre a partir de modelos, clichés, maquetas abstractas. Lo que urge ahora es empujar la abstracción del concepto, que sostiene nuestras imágenes, hasta el límite de volver a abrazar otra vez el enigma de lo singular, encontrando ahí una definición. Esto supondría, por añadidura, reconocer en lo impolítico de la existencia la primera categoría política.
            Lo sensible siempre recuerda a algo. Se trata de volver a apostar, en el arte y en el pensamiento, por la reaparición misteriosa de un objeto que ponga en crisis este útero sociocultural que nos apresa. Es preciso rasgarlo para volver a creer en lo visible, tomar en serio a la personalidad de las cosas, ese algo invisible que anima lo real. Contra la posibilidad de esta experiencia, espiritualmente subversiva, trabaja el circuito cerrado de la información. Bajo él es preciso, parodiando a uno de los clásicos del siglo XX, un nuevo protestantismo de la existencia que corroa el triunfo católico de los medios.
            De hecho, la vanguardia del arte contemporáneo, en la cual debemos incluir a muchos autores sin fama, nos invita crecientemente a percibir un envite de alta definición en la indefinición de lo inmediato. Una definición por indeterminación, diría Agamben. Sin sombra, sin noche, sin retraso, no hay percepción, no se configura la materia prima del pensamiento. El hombre desarrollado, por esta razón, es un marginal en el mundo de los sentidos, sufre una atrofia de la cual le vienen más tarde un sinfín de peligros. Recuperar la espiritualidad de la percepción, el sexto sentido anterior a los sentidos, pasa por volver a cierta desnudez, a un subdesarrollo creador que nos permita ser tecnológicamente incorrectos: esto es, usar la tecnología para abandonarla en el momento clave. Es urgente regresar a lo inimaginable del presente, ser capaces de vivir sin la cadena de imágenes y su cobertura. Sostener simplemente una mirada que escuche lo que está ahí, mudo y sin conexiones, sin otro icono que el claroscuro de su existencia.
            Escuchar al pie de la letra esta lección, estética y ética, supondría tomar en serio la crisis de la ilusión política occidental, esa voluntad de dominación que concentra nuestra metafísica separadora. En suma, dejar de ser hijos de la Ilustración para volver a ser hijos de la tierra. ¿Habremos sentido tanto el dolor y el enigma de este mundo, de una humanidad que permanece soberana en sus manos vacías, como para estar dispuestos a este cambio?




Psicosis y Evaluación
                           

Adolfo J. Santamaría


El trabajo en la sanidad pública proporciona lo que denominaría como un privilegio en tanto permite la “escucha” de algunos sujetos que difícilmente podrían llegar a nuestros gabinetes.
             La labor psicoanalítica en el campo de la “salud mental” es una cuestión  que, aunque compleja, no dejamos de afrontar en el día a día, y la que no procuraremos resolver no tanto por la impotencia frente a su resolución, sino por la necesidad de mantener ese imposible que nos permite seguir interrogándonos qué hacemos, cómo lo hacemos, y hacia dónde nos dirigimos en nuestra práctica. Es una primera forma de evaluación, evaluación propia, de nuestra práctica, la que nos interroga en nuestra práctica particular, que toma forma de modo singular, en la experiencia analítica y del control.
             Es cierto que el trabajo orientado en nuestra “buena manera”, al ser realizado en una comunidad aparentemente heterogénea (interdisciplinar) es fruto de evaluación, de forma cotidiana, por parte de esta. Apuntamos, entonces, una segunda forma de evaluación a la que nos vemos sometidos, más allá de los datos estadísticos, evaluación de nuestro modo de hacer. El encuentro con esta segunda forma evaluación, que bien podríamos denominar evaluación ambiente es muy penalizadora, hay algo, se nos dice, que “no se entiende”.
            Creo pues, que como miembros de esa comunidad – aparentemente heterogénea -  a la que pertenecemos, en tanto ofrecemos nuestros servicios de  “terapia” psicoanalítica como psiquiatras, psicólogos, trabajadores sociales o enfermeros – aunque pueda no explicitarse según las circunstancias de trabajo-  va de suyo que se hace conveniente que  “respondamos” a esta demanda de evaluación, habida cuenta de poner a la luz lo que el título de lo que este foro ilumina, precisamente “lo que la evaluación silencia”. Eso es de lo que se trata.
            ¿Por qué tomar la psicosis como marco de la evaluación? Porque en el tratamiento de la psicosis nos encontramos con un grupo de población que una vez entra en la red asistencial pública permanece en ella, precisamente, como objeto de evaluación. Se va a procurar, dicho en términos de la evaluación, que tenga adherencia terapéutica, concepto clave para el funcionamiento del propio sistema evaluativo. Esta evaluación precisa de una psicopatología psiquiátrica “guiada” por los estándares establecidos por las sociedades psiquiátricas y sus managers, las firmas farmacéuticas. De todos es sabido el papel “normativizador” y “evaluador” que las diferentes ediciones del DSM han tenido en esta cuestión. Tenemos, entonces, un tercer modo de evaluación, que podría nombrarse como  evaluación guiada y que tiene su paradigma en la práctica psiquiátrica bajo la denominación de “continuidad del plan de cuidados”
            Tres modos de evaluación, donde la primera contempla la praxis clínica y ética de un practicante del psicoanálisis en el campo de la salud mental; la segunda, la evaluación ambiente, equiparable a un juicio de valor e intención por parte de esa comunidad aparentemente heterogénea, que no es otra que una versión más de las formas en como el discurso del amo utiliza sus resortes – por esta misma razón la apariencia de heterogeneidad es ilusoria-  y una tercera forma de evaluación, la evaluación guiada donde como “profesionales de la salud mental” nos vemos compelidos a responder habida cuenta cada uno de nuestra formación analítica.
            Retorna irremediablemente, como un bucle, la primera aproximación que hemos planteado, la evaluación sostenida en lo imposible de nuestra posición.
            Por nuestra parte propusimos, un programa de trabajo e investigación “Aquiles” y del que dimos cuenta en cuatro sesiones clínicas en nuestro ámbito de trabajo y en dos seminarios clínicos en el campo freudiano, y que aparecerá publicado en las actas del tercer coloquio “Arte Psi” de Creaturas (Bilbao. Diciembre 2010).
            Nuestro programa de trabajo e investigación tuvo un referente central que fue la práctica entre varios  implementada por Antonio di Ciaccia y elevada a la categoría de paradigma de respuesta al discurso del amo (institución) por J.A. Miller. En esta orientación tuvimos oportunidad de profundizarla con diferentes autores (E. Laurent, A. Zenoni, A. Vaschetto y J.F. Lopez) a los que me referiré brevemente con la intención de aportar a nuestro Foro cuatro referencias que iluminan nuestros interrogantes sobre lo que la evaluación silencia.
            La diferencia entre la primera y la tercera evaluación, es la diferencia entre situarse como sujeto afecto de una división constituyente y el “sin remedio” de ser objeto de goce del Otro de la salud (mental). En ningún caso, entiéndase bien, la dimensión asistencial, de la que da buena cuenta A. Zenoni (En los márgenes del lazo social. Cuadernos de psicoanálisis, 28)en sus trabajos, tiene o debe de quedar elidida en el campo de la psicosis, sobre todo, si el tratamiento se produce en una institución. Pero esa dimensión no debe ser utilizada como dique de “contención” de cualquier traza de subjetividad, de emergencia del “sujeto del lenguaje” que se constituye en la segunda dimensión, dimensión clínica.
            En un tiempo no muy lejano, 1996 - 1998, irrumpió en nuestra comunidad analítica de la mano de J. A. Miller, el concepto de psicosis ordinaria. Como nos indica E. Laurent (La psicosis ordinaria. Buenos Aires. 2006) esta nominación supone la conclusión de un programa que terminó en 1998, y que viene a nombrar de manera llamativa lo que en realidad es un programa de investigación, y que sigue siéndolo más que una categoría diagnóstica, más que una categoría sintomática.
            El surgimiento de este programa de investigación representó el modo en cómo se enfrentó desde nuestra comunidad analítica lo que era el contexto del psicoanálisis en los años 90: el éxito de los “estados límites”. En ese ámbito se produjo, en primer lugar, la extracción del campo de la psicosis los denominados “estados límites” dando lugar a una clínica que no se sostenía tanto en la sintomatología, sino mas bien en el equilibrio dinámico entre los procesos neuróticos y psicóticos, buscando equilibrios en los estados límites, separando las personalidades bordeline de la psicosis como tal.
            Por otra parte, sus promotores, negociaban mantener un eje diagnóstico en el DSM, centrado en los trastornos de la personalidad. Se procuraba entonces, como señala E. Laurent, un proyecto bastante amplio: el de negociar el lugar del psicoanálisis con la clínica biológica y la construcción de una nueva concepción del psicoanálisis.
            El concepto de psicosis ordinaria viene como respuesta a ese proyecto de los años 90 liderado por O. Kernberg, centrado en una relectura de los procedimientos de defensas del Yo. La respuesta, el programa de 1998,  supuso la promoción de la pareja S1 – a, que subraya que el significante  no va sin su vertiente de goce. El psicoanálisis, lacaniano, no se entiende como psicodinámico, es radicalmente económico y tópico(lógico).
            Si la psicosis ordinaria abre interrogantes en torno a las nuevas formas de conversión, desencadenamientos y transferencia, donde la idea de la construcción delirante ha dejado paso  a la búsqueda de abrochamientos de lo real, lo simbólico y lo imaginario, de ello la promoción del S1, se trata entonces de un modo de abordar la clínica siendo este el programa de investigación a desarrollar.
            Nuestra evaluación tiene que ser esta, la de conocer cómo conseguimos estos efectos y cómo se mantiene… sin que haya necesidad de construir una enorme construcción delirante que separa al sujeto del discurso común y que solo le permite recuperarlo después de un largo recorrido.
            El programa de investigación que representa la psicosis ordinaria se ubica de modo inverso a cualquier programa de evaluación basado en la elaboración de criterios psicoanalíticos u otro tipo de criterios; se trata de rechazar de manera decisiva, y explicitar por qué, la evaluación es una perspectiva completamente errónea con la cual no hay que negociar. Hay que denunciar esta perspectiva como lo que es: un management de las sociedades desarrolladas inventado por la angustia de discurso del amo que no sabe cómo hacer y que ha sido seducido por una falsa ciencia.
            Esta es la perspectiva en la E. Laurent nos orienta en su texto de 2006; frente a la evaluación respondemos con programas de investigación, donde caso por caso, se trata de elucidar los puntos de capitón que permiten una clínica de la suplencia.
            En esta perspectiva, en la promoción del significante, habida cuenta del goce que lleva aparejado, un texto de 2009 escrito por J. F. Pérez y publicado en “Inconsciente y síntoma” (XV Jornadas Anuales de la EOL) nos orienta en esta vía de investigación abierta con la psicosis ordinaria. Plantea dos concepciones del psicótico, la que introduce Lacan en el Seminario de 1956,  mártir del inconsciente, y la  que se sitúa en el otro polo de su enseñanza, Seminario 23, la de desabonado del inconsciente.
            La pregunta de J. F. Pérez es si se puede dar las dos posiciones en un mismo sujeto: es posible para el sujeto psicótico hacer efectiva la travesía entre la posición de mártir y la de desabonado. Aquí es donde lo que nos indica J.A. Miller al respecto de la psicosis ordinaria pudiera encontrar, también, un lugar: en qué medida un capitonaje a través de un S1 pudiera hacer “la contra a lo real”, y poner a resguardo al sujeto de ese goce – invasivo - del Otro, que en la psicosis ordinaria se desliza en el silencio. Materia pues a tener en cuenta en ese proyecto de investigación.
            Ahora, para concluir, queremos referirnos a un tercer texto, en realidad un libro compilado y editado por E. Vaschetto, “Psicosis actuales. Hacia un programa de investigación acerca de las psicosis ordinarias” y que nos animó a la constitución de un cartel que viene trabajando en la sede de Valencia con el título, inspirado E. Vaschetto, “La clínica pobre de la psicosis: ¿a la espera del delirio?”. Para nuestro propósito – hacer manifiesto, si es posible, algo de lo que la evaluación silencia – tiene que destacarse el trabajo “Incurables”, un texto que da cuenta de un praxis institucional orientada lacanianamente, que pone en el foco que la adherencia al tratamiento sólo es posible pensarla, y hacerla realidad efectiva, desde la transferencia analítica. Este es uno de los elementos cardinales que la evaluación silencia: “que el saber tiene un sujeto”; cualquier otra intervención genera una política basada en el equívoco de la sugestión, que toma cuerpo en el denominado furor sanandi.
            Lo que la evaluación silencia, para nosotros, es que frente a la imposibilidad de dar un lugar a los psicóticos como sujetos, sujetos del lenguaje, los convierten en objetos de la ciencia por la puerta de la neurociencia – química, biología y genética -. Silencia de igual modo, y por ello la proliferación de los programas de continuidad de cuidados, el abandono de la clínica psiquiátrica clásica, lo que convierte al psicótico en un “cerebro en una cubeta” (J. Dancy) al que se le niega cualquier credibilidad, ningún saber y se le sitúa de modo reiterativo en posición deficitaria, que creemos que subraya de forma paradigmática lo que hemos querido señalar como evaluación guiada.
            Desearía concluir esta pequeña reflexión con este breve fragmento:
            Si las cosas del hombre, algo de lo que en principio nos ocupamos, están marcadas por su relación con el significante, no se puede usar el significante para hablar de estas cosas como se usa para hablar de las cosas que el significante ayuda a plantear. En otras palabras, ha de haber  una diferencia entre la forma en que hablamos de las cosas del hombre y la forma en que hablamos del resto de las cosas (Lacan. S.V. Las formaciones del Inconsciente. P. 363).

Bibliografía
(1)    E. Laurent (2006) La psicosis ordinaria. ¿Cómo se enseña la clínica?  Cuadernos del Instituto Clínico de Buenos Aires, 13ICBA.
(2)     A. Zenoni (2003) En los márgenes del lazo social. Cuadernos de psicoanálisis, 28.
(3)    J. F. Pérez (2009) Dos fórmulas de Lacan sobre las psicosis y el inconsciente. Inconsciente y síntoma. XV Jornadas Anuales de la EOL) Colección de Orientación lacaniana. Ediciones Grama
(4)    E. Vaschetto (compilador) (2008). “Incurables”. Psicosis actuales. Hacia un programa de investigación acerca de las psicosis ordinarias. Ediciones Grama.
(5)    Lacan (1958). S.V. Las formaciones del Inconsciente. p. 363. Ediciones Paidos.
(6)    J. Dancy (1985).Escepticismo. Introducción a la epistemología contemporánea. p. 24- 26. Ed.Tecnos.

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